(Una advertencia. De mis artículos, los que van numerados son sólo los de una serie dedicada a la juventud y sus problemas. El anterior- Aquellos disturbios de Londres…- por un descuido, salió sin el número que le correspondía: el número 9)
Creo advertir la sonrisa escéptica de algún lector al leer el título de este artículo y una pregunta suya que no espera respuesta: -¿Pero es posible que exista algún tipo de educación que garantice tal cosa?-. Yo le respondo que sí, que sí existe; aunque, como todo lo que vale, es difícil y tiene un precio que merece la pena pagarlo.
Vuelvo a reflexionar sobre este tema cada vez que leo, en las noticias de prensa, locales o internacionales, los frecuentes suicidios en adolescentes, por motivos realmente poco importantes. Es un mal que aqueja, con cifras más o menos semejantes a toda Centroamérica. Pero resulta que también en los países desarrollados, tanto de Norteamérica como de Europa, desde mediados del siglo pasado, las cifras de suicidios aumentan y las cifras de edades en las que ello ocurre muestran aumentos alarmantes en personas cada vez de menos edad. Por otra parte, en historiadores de solvencia se repite el dato de que el suicidio era raro en la Europa medieval. No es la pobreza, por tanto, la causa de este terrible mal social. Tampoco parece que la buena educación científico-técnica sirva para inmunizar de este mal.
¿Por qué la infelicidad ataca a ese número creciente de jóvenes hasta el extremo de hacérseles insoportable la vida? ¿De qué carece nuestra cultura actual, a pesar de un indudable progreso en combatir y superar tantos males de siglos pasados?
Vuelvo a citar una frase muy querida por ese gran experto en felicidad e infelicidad humanas, el psiquiatra Víctor Frankl: se puede aceptar cualquier modo de vivir, si se tiene una razón para vivir. Esto, dicho por un hombre que tuvo que pasar -por la sola razón de ser de raza judía-, por la dura prueba vital de varios años en un campo de exterminio nazi, garantiza que no es una frase gratuita, sino algo sacado de una larga y comprobada experiencia. El mal que aqueja a nuestro mundo actual, y que crece en gran parte de la juventud, es no saber para qué se está en este mundo ni como darle un sentido positivo a sus vidas.
La educación para la felicidad consiste en vivir y hacer vivir valores morales positivos. Saber que en la libertad personal está la gran dignidad del ser humano, lo que nos diferencia radicalmente de los animales. Pero educar en la libertad es educar en la responsabilidad. Es aprender que no da lo mismo lo que se elija. Es hacer comprender que la libertad y la felicidad crecen cuando se elige el bien y decrecen cuando se elige el mal. Que una aptitud de amor y servicio a los demás, de cumplimiento gustoso de los propios deberes con los demás y con la sociedad en general, eso sí lleva a una felicidad profunda, aunque no esté exenta de los sinsabores y percances a los que está expuesta toda vida humana.
El Estado, a través de su Ministerio de Educación y los particulares por medio de diversas organizaciones educativas, pueden y deben difundir los principios morales de honradez, de laboriosidad, de solidaridad, etc. Pero el problema grave y agudo es que si lo fundamental de esa actitud positiva y altruista no se ha recibido desde la infancia, se hace muy difícil que después lo adquieran los adultos. De la planta que brotó y creció torcida, es muy difícil sacar un árbol derecho.
Ese cimiento para construir una personalidad que afronte su vida con una actitud positiva, optimista, emprendedora y altruista, tiene que fraguarse no sólo en la infancia sino precisamente en el seno de su núcleo familiar. Y lo dicho sobre los disturbios de Londres en el artículo anterior señalan donde está el mal y el remedio. De cómo sea la propia familia depende en gran parte que el edificio de la personalidad esté bien asentado o vaya sufriendo, en su desarrollo, sismos que lo resquebrajan, lo hacen inestable o terminan por la ruina completa, ya sea en la enfermedad psiquiátrica, la búsqueda equivocada de la felicidad en algún tipo de droga o en el suicidio. La primera y más profunda responsabilidad en el desarrollo de la personalidad de los hijos, la tienen sus padres.
La familia, esa piedra angular de una sociedad estable, feliz, bienhechora, es precisamente lo que está en grave crisis. Y no es extraño. Abundan, y precisamente en Estados Unidos, los estudios, con estadísticas contundentes que demuestran el enorme mal que a este respecto ha hecho el divorcio. Tan es así, que algunos de estos estudios científicos sobre el divorcio han acuñado una frase de escándalo y es que, para el bien de la sociedad en general y en particular para el bien de los hijos, dicen: más vale un mal matrimonio que un buen divorcio.
Es en familias conflictivas, desunidas o prácticamente inexistentes, donde surgen las cifras crecientes de jóvenes conflictivos, problemáticos, desorientados o delincuentes. Los otros males, parejos al del divorcio, son la pérdida del sentido religioso en la familia y/o una educación permisiva exenta de valores morales.
Por tanto si queremos educar para la felicidad, hay que favorecer y robustecer lo que verdaderamente merece el nombre de familia: un hogar donde los hijos crecen viendo como su padre y su madre se quieren entre sí y como quieren a sus hijos como el más preciado de sus bienes. Además, es mi experiencia y la de muchos educadores, que ese espíritu abierto a los demás se hace más fácil cuando son muchos los hijos. En una familia numerosa, nadie es el “rey” de la casa; todos tienen que vivir para los otros.
La pregunta tremenda es: la cultura predominante actual ¿qué favorece a escala mundial? ¿Favorece a la familia, o a su desaparición?*
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