
(Este artículo está numerado porque pertenece a una serie intemporal que voy a ir intercalando con otros de actualidad).
Esta pregunta, planteada más de una vez en conferencias y foros sobre la educación de la juventud, me parece esencial para el buen enfoque de ese asunto. Si a mí se me pregunta si los jóvenes deben ser rebeldes o sumisos, respondo sin vacilar que sí, que deben ser rebeldes. El asunto está en ver qué clase de rebeldía debe ser la suya.
A lo largo de la historia, en cualquier pueblo y cultura, si pasaban por un tiempo de paz, siempre había una leve tensión entre el conformismo de los mayores, bien asentados en el sistema y las costumbres sociales, y el inconformismo de los más jóvenes, con el idealismo propio de su edad y con más fina percepción de lo aún no logrado y de los defectos de lo conseguido. Esa tensión dialéctica podía hacerse mas grave en tiempos de guerra o de crisis social pero, de todos modos, en la guerra o en la paz, en las antiguas culturas, donde la vida discurría con ritmos más lentos y con progresos escasos, los viejos tenían el prestigio y el poder de la experiencia cultural acumulada. Podían enseñar “todo” a los que aún sabían sólo “un poco” de lo mismo.
El progreso acelerado de la ciencia y la tecnología derribó aquel antiguo poder y prestigio de los ancianos, sin habilidades especiales para el manejo de una serie nueva de utensilios tecnológicos y con unos cambios acelerados de modos de vivir, ante los cuales su experiencia vital no siempre era la adecuada. Aquí está uno de los factores por los cuales, en nuestro tiempo, surgen nuevas y más agudas tensiones en el trato entre padres e hijos, tomando éstas, con frecuencia, fuertes rasgos conflictivos, debido al debilitamiento de la autoridad paterna y materna y con rebeldías de los hijos no siempre positivas.
En cualquier país actual, los jóvenes deberían ser siempre la vanguardia, el empuje, la ilusión, el idealismo, la aspiración a la excelencia, el inconformismo crítico con los defectos de su entorno y con el reto de superar lo conseguido proponiendo metas ambiciosas.
¿Es esta la situación en los países adelantados? ¿es este el panorama que presenta la juventud de países no desarrollados?
Las rebeldías revolucionarias, con toda la experiencia acumulada desde la Revolución Francesa hasta las revoluciones del siglo XX, muestran frutos poco positivos. Todas ellas han destruido más de lo que construyeron, devoraron a casi todos los que la comenzaron, derramaron ingentes cantidades de sangre humana y terminaron en oprobiosas tiranías. Si hay gente, joven o vieja, que siguen poniendo su esperanza en ellas es un asunto de ignorancia histórica o de fanatismo ideológico.
Tampoco lleva a nada positivo la rebeldía –si es que merece ese nombre- de las pandillas de delincuentes juveniles. Son actitudes destructivas contra la sociedad imperante, pero la fuerza de su ira nace del fracaso personal no reconocido como culpa suya; es una fuerza destructiva contra sí mismos, contra lo que más digno hay dentro de cada ser humano. Igual puede decirse de los caminos de la droga y el alcoholismo juveniles.
Malo es también una cierta apatía que se extiende por amplios sectores de la juventud de los países desarrollados y que se exporta hacia nuestras latitudes. Es lo contrario de la rebeldía. Es lo que en España se llama el “pasotismo” pero que, con otros nombres o sin ninguno, se da en toda Europa y en los Estados Unidos. Son jóvenes desmotivados de ideales e intereses religiosos, políticos, sociales, profesionales, etc. No les va. No les motiva. Los marginan. “Pasan” de esas cosas. ¿Por qué se interesan los pasotas? Por satisfacciones fáciles que exijan poco esfuerzo: música, televisión, diversiones y placeres inmediatos. ¿Deportes? Tal vez sí, pero más como hinchas pasivos ante la pantalla de televisión y agresivos en los estadios. En definitiva: es la contra-cultura del aburrimiento vital, profundo, del que está de vuelta de todo sin haber estado de ida de nada.
Contra esa enfermedad del espíritu, más que contra otras cosas, es contra lo que deben declararse en fuerte rebeldía nuestros jóvenes si quieren abrirle las puertas a un futuro personal que no sea la evasión hacia los paraísos artificiales del alcoholismo, el sexo-light, o la drogadicción.Estamos viviendo más o menos sumergidos en poderosas corrientes de despersonalización, de masificación. Bombardeados por propagandas y estímulos que incitan a lo fácil, a la pereza, al placer, a la irresponsabilidad moral, al egoísmo llevado hasta el narcisismo y la egolatría. Se incita a no reflexionar, a vivir de estereotipos, de “lo que hace todo el mundo”, de sugestiones y seducciones sensuales, todo ello aceptado por muchos con mansedumbre borreguil.
Contra esos poderes deshumanizadores, todos debemos luchar, pero mayormente deben hacerlo los jóvenes, pues son los que se preparan para tomar el relevo del futuro inmediato de nuestra civilización.
¿Cuál es, pues, la rebeldía que deben poseer los jóvenes? Si ellos me lo preguntan, les diré que deben vivir como los salmones: nadando a contra corriente y hacia arriba, hacia las alturas. Ser joven, en su sentido más noble, más propio, es eso, tener la capacidad y el entusiasmo de aspirar a lo mejor, para él y para la sociedad en donde le ha tocado vivir. Saber entender donde reside la dignidad humana, el valor de la libertad responsable y ejercitarse con tesón y fortaleza en vivirlas, en beneficio y mejora de los demás y de sí mismo.*
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