Incluyo hoy en mi blog, este magnifico discurso del escritor español José Ramón Ayllón, autor de magníficos libros de pensamiento y de narrativa reflejando estupendamente el mundo de los jpovenmes de hoy.
Este texto que hoy presento es una flecha certera sobre una realidad dolorosa: mucha gente, y más entre la gente joven, ha perdido la afición por leer y eso se nota en la escasa capacidad de pensar reflexivamente y con una ortografía y redacción defectuosas.
Ojalá sirva este texto para que muchos se animen a entrar en el marvillosos mundo de la buena litertura.
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Durante 50 años del siglo XX, en Etiopía ejerció su poder absoluto un famoso emperador: Haile Selassie. Después de su muerte, uno de sus altos dignatarios le contaba al periodista Kapuscinski lo que sigue:
Teníamos, querido amigo, una prensa muy leal, de una lealtad ejemplar, diría yo. Tampoco es que fuera una prensa excesivamente importante, pues para treinta millones de súbditos se imprimían diariamente veinticinco mil ejemplares de periódicos. Pero Nuestro Señor, el Emperador, opinaba que incluso la prensa más adicta no debía aparecer en abundancia, pues tal exceso con el tiempo podría crear el hábito de leer, y de ahí no hay más que un paso al hábito de pensar, y ya se sabe la de disgustos, sinsabores, tormentos y quebraderos de cabeza que esto acarrea.
Ironías aparte, ¿por qué ustedes y yo debemos leer buenos libros? Se lo preguntamos a Gombrich, el autor de la Historia del Arte más leída en las últimas décadas, y nos responde, con un poco de pesimismo, que:
La vida es a menudo triste, y es una crueldad bárbara privar a nuestros jóvenes de la energía y de la inspiración que pueden encontrar, durante toda su vida, en el contacto vivificante con las obras maestras del arte, de la literatura, de la filosofía y de la música.
Con más gracia, un Rector de Universidad observaba que:
En la informática, el inglés y las carreras técnicas se agota actualmente el horizonte cultural de jóvenes inteligentes que pronto tomarán el relevo en la dirección de la sociedad. Por desgracia, el producto de esa educación serán personas de las que se podrá decir, parafraseando a Unamuno, que no están educadas pero saben decir tonterías en cinco idiomas.
Si a la informática sumamos las redes sociales, ahora podríamos hablar no ya de un cambio cultural, sino de una mutación:
Del Homo Sapiens, producto de una cultura escrita milenaria, se está pasando al Homo Videns, infraeducado por la imagen.
Ahora ya sabemos que, si la lectura despierta y aviva la inteligencia, las imágenes la mecen y adormecen. Pero también conocemos el remedio para esta involución: las neuronas de nuestros jóvenes recuperarían la buena forma con menos Internet y más lectura, con menos facebook y más the face in the book.
Necesitamos libros que nos ayuden a esclarecer el laberinto del mundo. Porque vivimos en un mundo con sobredosis de información y de mensajes contradictorios, donde a menudo “lo bello es feo y lo feo es bello”, como cantaban las brujas que engañaron a Macbeth.
Con frecuencia –dice Tagore- leemos el mundo al revés y luego nos extrañamos de no entender nada. Incluso está de moda interpretar el mundo en clave equivocada:
– en clave relativista: “todo vale”
– en clave hedonista: “lo importante es el placer, pasarlo bien”
– en clave subjetivista: “la verdad es lo que yo pienso, lo que me cnonviene”
– en clave nihilista: “nada vale la pena: la vida es un cuento sin sentido…
– en clave agnóstica: “a saber quién es y dónde está Dios, si es que existe
En medio de esta situación, los buenos libros –en primer lugar los clásicos- nos ayudan precisamente a rectificar esos puntos de vista:
– frente al todo vale: hay conductas dignas e indignas, lógicas y patológicas.
– frente al subjetivismo: el peso de la realidad.
– frente al hedonismo: el bien no coincide exactamente con el placer: pues hay bienes que exigen mucho sacrificio, hay placeres indignos, y hay placeres que pasan facturas elevadas e irreversibles.
– respecto al “Dios no habla” del agnosticismo, es bueno saber que la mayor parte de la humanidad ha pensado que Dios no calla, que todo nos habla de Él.
OTRO ASPECTO IMPAGABLE de los grandes libros es que nos ayudan a entendernos:
Aunque cada uno es, para uno mismo, el ser más inevitable, también es misterioso. Escribe Borges:
Para mí soy un ansia y un arcano,
Una isla de magia y de temores,
Como lo son tal vez todos los hombres.
Precisamente por esa ignorancia nos gusta la literatura ¿Qué buscamos en las historias de Homero o Cervantes, de Shakespeare o Tolkien? Nos buscamos a nosotros mismos.
“A veces ser humano es difícil”, escribió Vicente Aleixandre. Y es verdad, porque todos sufrimos la desconcertante e íntima desproporción entre lo que deseamos y lo que conseguimos. Perseguimos el equilibrio y la felicidad, pero obtenemos el desasosiego de una raquítica cuenta de resultados.
Por eso –repito- nos gustan los relatos literarios: queremos aprender de sus protagonistas, conocer lo que han hecho para lograr la plenitud, saber qué caminos han elegido o rechazado, y qué han logrado a fin de cuentas. Necesitamos historias para reconocernos en ellas y aprender a vivir. Si el hombre es un ser de múltiples aprendizajes, el más difícil de todos es la gestión de la propia vida, porque las posibilidades de la libertad son múltiples y contradictorias. Por tener un futuro abierto e indeterminado, cualquiera de nosotros puede llegar a ser un héroe o un villano, y esa incertidumbre nos empuja a fijarnos en los demás para ver cómo han asumido ese riesgo: cómo han llevado las riendas de sus vidas, cómo han encajado los éxitos y los fracasos, cómo han superado las adversidades o se han hundido en ellas. Necesitamos la buena literatura y sus historias para tomar medidas a la realidad y escarmentar en la cabeza ajena de Melibea o Lázaro de Tormes, para soñar como el Principito, para luchar como el viejo pescador de Hemingway, para amar como Héctor, para esperar como Penélope, para aspirar a la bondad esencial de don Quijote.
PERO HAY ALGO MÁS, o mucho más… Y es que estamos hechos para la belleza. No sólo para el alimento, el trabajo, el descanso, el conocimiento o el lenguaje. También, y muy principalmente, para la belleza. Su llamada no es una urgencia fisiológica, ni tiene valor biológico de superviviencia, pero es inequívoca y constante, y está estrechamente relacionada con la aspiración humana a la plenitud.
Stendhal dijo magníficamente que la belleza es una promesa de felicidad. Pues bien, la literatura satisface –en gran medida- nuestra necesidad de gozo estético.
¿Cómo resumir lo que llevamos diciendo?
Creo que Platón lo logra en el mito de la caverna. Ahí viene a decir que vivimos en un mundo de sombras, donde reina la penumbra, y que vivir de forma inteligente significa abrir bien los ojos para entender el mundo y nuestra misión, para interpretar bien nuestro papel. Por eso la mascota de la Filosofía es la lechuza.
Según esto, todo escritor, en el fondo, está llamado a iluminar la caverna, a escribir libros que nos ayuden a entender cuestiones tan importantes y misteriosas como el amor, el sufrimiento, la libertad, la muerte, y lo único más importante que la vida: el sentido de la vida. Si eso se logra en un libro, estamos ante un buen escritor y ante un buen libro.
Por eso entendemos el fervor de Maquiavelo, cuando escribe aquella espléndida carta a su amigo Vetturi, donde se pinta a sí mismo en el trance de la lectura: Venuta la sera, mi ritorno in casa, et entro nell mio scrittorio… Cuando cae la tarde, regreso a casa y entro en mi escritorio. Pero antes me quito el vestido diario y me pongo el traje con que he visitado a los reyes y a la curia. Con esa elegancia entro en la corte de los hombres antiguos, y soy recibido por ellos con afecto. Allí me alimento de aquella comida que es sólo para mí, pues yo para ella nací. Y no me avergüenzo en hablar con ellos: les pregunto la razón de sus acciones, y ellos, con exquisita cortesía, me responden. Y durante cuatro horas no siento tedio, olvido todo afán, no temo a la pobreza, no me aterra la muerte: todo yo me convierto en ellos.
¡Eso son libros! ¡Y eso es un lector! En las antípodas de aquel alumno que me decía: “Ayer por la tarde, estaba tan aburrido que hasta me puse a leer un libro”.
En el polo opuesto, Dostoyevski, prisionero en Siberia, cercado por “desoladas llanuras de nieve infinita”, escribía a su familia: “Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera”.
Mi alumno no sabía que los grandes libros nos rescatan de la condición de Homo neandertalensis con que todos nacemos. Desconocía que los clásicos aceleran tanto nuestro viaje interior, nos alejan tanto de la vulgaridad, que cuando regresamos al mundo ya no somos los mismos.
“Me encontré con un libro de un tal Cicerón”, cuenta San Agustín. “Era una exhortación a la filosofía y llevaba por título Hortensio. Su lectura cambió mi mundo afectivo, mis proyectos y mis deseos. También encaminó mis oraciones hacia Ti, Señor. De golpe, las expectativas de mi frivolidad perdieron crédito, y con increíble ardor deseaba la sabiduría. Tenía entonces diecinueve años y empecé a leer no ya para afinar la sutileza de mi lengua y ganar más dinero, sino por el mismo contenido del libro”.
Francisco de Quevedo, en su vejez, resume la inagotable aportación de los grandes escritores, en un soneto célebre:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Para que esta ponencia no sea demasiado teórica, puede ser oportuno ofrecer algunos títulos concretos. A la hora de recomendar libros, tiendo a pensar en relatos históricos y biográficos. Me parecen especialmente aconsejables porque con ellos matamos tres pájaros de un tiro: nos hacen disfrutar de la buena literatura, nos enseñan historia y nos proponen modelos de conducta.
Estoy pensando, por ejemplo, en:
* la Apología de Sócrates, de Platón
* las Meditaciones, de Marco Aurelio
* las Confesiones, de San Agustín
* el Julio César de Carcopino
* Leonor de Aquitania, de Regine Pernoud
* el Hernán Cortés de Madariaga
* el Tomás Moro de Vázquez de Prada
* las Cartas de Etty Hillesum
* Ébano, de Kapuscinski,
* El maestro Juan Martínez que estaba allí, Chaves Nogales
* Todo fluye, de Vasili Grossman
* Verde agua, de Marisa Madieri
* Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg
* Autorretrato con radiador, de Christian Bobin
* Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig
* El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl.
Kafka proclamaba, con su característico radicalismo, que no debemos perder el tiempo con libros que no se nos claven como un hacha, resquebrajando lo que está congelado en nuestro cerebro y en nuestro espíritu. Así es, y así son los títulos citados.
Víctor Frankl, por ejemplo, logra un resumen magistral de su experiencia en Auschwitz, cuando escribe: “¿Qué es el hombre? Es el ser que ha inventado las cámaras de gas y, al mismo tiempo, ha entrado en ellas, con paso firme, musitando una oración”.
Al leer Ébano, un libro sobre África, disfrutas con mil historias profundamente humanas, casi todas sorprendentes, algunas inverosímiles. Y aprendes historia: descubres –entre otras cosas- que la Leyenda Negra de España en América es un juego de niños frente a la explotación esclavista de África, llevada a cabo de forma implacable, durante tres siglos, por británicos, franceses, holandeses, portugueses e italianos.
Deslumbrado por los autores mencionados, he sentido a menudo lo que Stefan Zweig expresa en estas palabras: Cuando leo a Montaigne, tengo la impresión de que, en sus páginas, está mejor pensado y expresado, con más claridad y nitidez, lo que constituye la preocupación más profunda de mi alma. Hay en esas páginas un “tú” en el que se refleja mi “yo”. No tengo delante un libro, una literatura, una filosofía, sino a un hombre del que soy hermano: un hombre que me aconseja, que me consuela y traba amistad conmigo. El papel impreso desaparece en la penumbra de la habitación, porque un extraño ha entrado en mi casa. Pero ya no es un extraño, sino alguien a quien siento como amigo. Cuatrocientos años se han disipado como el humo.
SI TUVIERA QUE RESUMIR el secreto de los grandes libros en una línea, hablaría de su capacidad de plasmar por escrito el amor a la verdad y a la belleza.
Todo buen libro no es ni más ni menos que eso:
un fondo enriquecedor envuelto en una forma bella.
Pero la verdad y la belleza no son cualquier cosa. Vienen a ser:
– las mejores credenciales del mundo.
– las cualidades más importantes y atractivas de la realidad.
– y también el alimento más sabroso de ese extraño animal
racional y sentimental en el que todos nos reconocemos.
En consecuencia, verdad y belleza son los pilares que sostienen nuestra vida, por debajo de cualquier eventualidad y de “los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne”, como sentenció Shakespeare.
Verdad y belleza es lo que encontramos en cualquier página de Homero y Platón, de Confucio y Séneca, de San Agustín y Dante, de Cervantes y Antonio Machado, de Ana Frank, de Miguel Delibes: el novelista castellano que dedicó una novela a su mujer, donde nos dice, hermosamente, que esa Señora de rojo sobre fondo gris era capaz, con su sola presencia, de aligerar la pesadumbre de vivir.
Verdad y belleza que bien se pueden escribir con mayúscula, porque sospechamos, igual que Steiner, que “la fuerza de Homero y Shakespeare, la tristeza y el idealismo de Don Quijote, la luz que entra por la ventana de Vermeer, la alegría de Vivaldi y de Mozart están hablando de lo mismo en el momento exacto en que las palabras fracasan”.
Platón nos explicó que la belleza es la llamada de otro mundo para despertarnos, desperezarnos y rescatarnos de la vulgaridad de la caverna que habitamos. Desde entonces sabemos, entre otras cosas, que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido.
José Ramón Ayllón joserra.ayllon@